Amelia ahora estaba en el mar y yo miraba desde la arena. Ese fue nuestro juego desde que pasó lo de la estrella. Ya no me atrevía a correr, no desde que pasó lo de la estrella. Y Amelia ya no se atrevía a salir del agua, no desde que pasó lo de la estrella.
Lo recuerdo claramente. A última hora de la tarde iniciábamos nuestra carrera al mar, Amelia corría más que yo. Ese día nos demoramos más, no conseguíamos cansarnos y corríamos al mar una y otra vez, al final el sol terminó por ponerse y salieron las estrellas. De repente Amelia paró en seco, como clavada en la arena, parecía como que hubiese topado con una pared invisible; yo, al ver que no corría a mi lado, derrapé y caí en la arena, con la cabeza por delante.
Ella gritó “¿has visto?” y señaló al mar, un mar oscuro que bailaba a la noche que se estaba acercando. Seguí su brazo hacia donde señalaba. Vi espuma blanca, vi las olas que acechaban, vi como la luz de las estrellas empezaba a reflejarse en el agua como un espejo. Amelia volvió a gritar “¿has visto?” y me miró con ansia. No dije nada, no me llamaba nada la atención. Entonces Amelia se acercó dónde estaba yo: “¿No ves allí?”. Yo seguía viendo espuma, oscuridad y el ruido de las olas. “Esa estrella refleja en el mar, pero refleja muy blanco, como las farolas de las calles. ¿Ahora la ves?”. Entorné lo ojos… Sí, recuerdo que vi un reflejo ondulante al capricho de las olas y miré hacia arriba para comprobar de dónde venía: un montón de estrellas colgaban del cielo, pero no encontraba nada especial. Las estrellas salen cada noche y nos miran desde su ventana. Amelia, entonces, gritó: “¡Carrera al mar!”. Salió corriendo, la arena que levantaban sus pies revoloteaba a su espalda. La arena acabó y Amelia siguió corriendo hasta alcanzar la luz en el agua.
Me levanté de la arena a fuerza de mi corazón, que empezó a latir muy rápido, lo oía dentro de mí. Grité su nombre mil veces, que mil, diez mil veces. El mar solo me devolvía espuma y olas. Una tras otra.
Así que cuando pasó lo de la estrella cambiamos de juego. Ella seguro que esperaba que yo entrase en el mar buscando la luz de su estrella. Y yo deseaba que saliese con la luz en la mano. Pero no salió. Así que ya no me atreví a correr y decidí jugar a estar sentado en la arena.
Yo seguía bajando a la playa a última hora de la tarde y jugaba hasta que salían las estrellas. Siempre me levantaba con el pantalón húmedo, no sé cuánto tiempo podía llegar a jugar. Las estrellas salían cada noche, no fallaron ni una, y yo miraba hacia donde ella dijo “¿no ves allí?”.
Qué gusto enorme volver a leerte. Y qué historia tan triste. ¡Un beso!